En
Cosmopolis,
David Cronenberg ha
logrado, en mi opinión, conciliar dos tipos de discursos que tejen su
filmografía y apuntan a diferentes manifestaciones formales. Su cine
siempre ha sido el cine de la nueva carne,
new flesh,
fundado en la siguiente idea: el individuo siempre encuentra un
obstáculo en su inserción en la red intersubjetiva, y queda confinado a
un margen que se materializa, figurativamente, en su propio estado
físico. Así, la exclusión fuera de las murallas de la sociedad implica
un sentimiento de diferencia con la alteridad, que se proyecta en el
cuerpo:
la carne del personaje se transforma, reflejando esa imposibilidad de integración en la comunidad.
Y esa mutación se produce ya sea de forma inconsciente, como un
síntoma irreprimible de la marginación (la conversión del protagonista
en mosca en
The Fly), o de forma consciente, como ejercicio de rebelión individual (el gesto de onanismo con la pistola en el vientre de
Max Renn en
Videodrome es una forma de afirmación de la diferencia).
Pero en los últimos años, su discurso se ha intelectualizado, de modo
que la idea que impone la exclusión del individuo deja de proyectarse
en el cuerpo y se recluye en el cerebro. La apoteosis de esta
transformación la encontramos en
A Dangerous Method (Un método peligroso), donde asistimos, precisamente, a la
emergencia del discurso, al nacimiento de una idea que ha cambiado el s. XX. Y esta
idea,
que logra una explicación del sujeto escindido a partir de su inserción
en la red simbólica social, no provoca una mutación del cuerpo, sino de
la conducta. Es un cine de diálogos que intercambian ideas, de
pensamiento abstracto que se concretiza en una evolución en la actitud
del personaje, no en su carnalidad física. Para ello, sólo es preciso
observar el tránsito desde la histeria hacia la creatividad en Sabina
Spielrein (
Keira Knightley).
Pues bien, Cosmópolis en su
cine altamente intelectual. Su propósito es recoger también la emergencia de la idea, pero no el origen, como en A Dangerous Method; sino la
consecuencia,
el apocalipsis que se ha generado por la aplicación radical del
pensamiento capitalista. Cosmópolis es la intelectualización de todo el
pensamiento crítico que está surgiendo en torno a la crisis, y el film
deviene un
intercambio de pensamiento abstracto entre
individuos que están atisbando, desde el epicentro, la deriva del
sistema; pero a la vez, la obra consigue conciliar el discurso de la
carne sobre el de la idea.
Para poder emitir la idea, Cronenberg se basa en la novela de
Don DeLillo y se sirve de
Eric Parker,
un joven ejecutivo que, desde su torre de marfil, la lumusina, y en
busca de su barbería predilecta para cortarse el pelo, ubicada en la
otra punta de la ciudad, inicia un paseo por el espacio de caos en que
han devenido las calles de Nueva York a consecuencia de la estafa
financiera. Y para ello, la elección de
Robert Pattinson
es pertinente, pues tiene un aire de inexperiencia que refleja
perfectamente la idea que desea transmitir Cronenberg: las finanzas
estaban en manos de aquellos que no saben interpretar los signos del
mercado. Cronenberg no retrata el poder, sino su imagen visible y
decadente: Eric Parker se ha visto desbordado por una ganancia súbita y,
en su desconocimiento, ha fomentado con sus inversiones el declive del
sistema que lo ha encumbrado.
Durante la primera parte del metraje, domina el intelecto sobre el cuerpo:
todo es pensamiento abstracto inserto en un diálogo.
De hecho, en su absoluto abandono del cuerpo, ni siquiera se filman los
tránsitos entre conversación: toda secuencia implica diálogo, y la
cámara nos ubica directamente en ella, sin mostrar a los personajes
llegando al lugar del intercambio verbal, ya sea la limusina o un bar.
La conversación dentro del vehículo está filmada con una gran maestría,
auscultando el espacio con todas las posibilidades fílmicas y
convirtiéndolo, a la vez, en sala de cine, pues las ventanillas sirven
como acceso mediado, desde las seguridad del asiento, al declive que
golpea la sociedad y metaforizado en esa rata gigante que los
manifestantes pretenden eliminar.
En esta supresión del cuerpo,
hasta el sexo deviene verbal:
Eric Parker continúa conversando sobre economía mientras mantiene un
coito, y la cámara filma sus rostros conversando, no el cuerpo
ejecutando un acto sexual. Además, el sexo, admirablemente filmado,
cosifica a la mujer: Parker, con su mente curtida en la competitividad
capitalista, ha olvidado el espacio sin competición de la empatía, y
toma a la mujer como objeto, como medio de desahogo de la tendencia al
número en su vida cotidiana.
Pero este predominio del intelecto se invierte en la segunda parte
del metraje, tras su estacionamiento junto a la barbería, y el cuerpo
recupera su lugar imprescindible:
Parker sale de la limusina y la idea deviene experiencia,
contacto directo con aquello que ha creado desde la abstracción virtual
de la inversión en bolsa. Ahora descubrirá, en el tacto, los **despojos
del sistema*** en una estética deliberadamente apocalíptica, con las
calles y los edificios inundados de vestigios, y no de realidades. Sólo
hay huellas de bonanza, no hay presentes creativos.
Y en ese acceso directo al mundo, recuperando la vertiente física,
Parker inicia un descenso a los infiernos, en el que él mismo, por su
incapacidad de experimentar sensaciones humanas, se automutila. El
personaje se vuelve contra su propio cuerpo, ejerciendo un acto de
rebeldía al rebelar reprimido en la vida cotidiana a causa de la
posesión que el sistema ha ejercido sobre el cerebro. El ser humano sólo
dispone del cuerpo físico, y la rabia que el sistema impide explicitar,
porque es considerada como gesto de locura, sólo puede eclosionar al
dirigirse contra sí mismo. Exactamente, lo mismo que pretende
Marina Abramovic con su arte: el cuerpo mutilado como grito, como portavoz del dolor social.
Y así, Parker ya minusvalora su cuerpo, porque lo que quiere es
expresar su ira. La mutación de ideas ha impulsado una mutación de la
conducta, y ésta ha implicado una recuperación del cuerpo en la vida del
protagonista y en la imagen fílmica. Así, Cosmpolis se erige como un
discurso de recuperación de lo real tras surcar el océano de la
abstracción capitalista: la utopía tardo-capitalista de los años noventa
ha estallado, y sólo queda proximidad con el trauma, con lo real. Dolor
cercano que provoca mayor placer que la anestesia virtual. Por ello,
Cosmopolis puede servir de perfecto ejemplo para aquella célebre oración
del filósofo
Jean Baudrillard:
Bienvenidos al desierto de lo real. Pero real, al fin y al cabo.